domingo, 13 de marzo de 2011

Paisajes del Atlas

Marruecos. Valle de Ourika.  2004
 
El paisaje era,
como poco,
conmovedor.

El tiempo,
como el aire,
parecía no correr.

El reloj concedió allí
un descanso a sus manecillas,
a su asesina melodía.
 
No había prisa por llegar a ningún lado
porque no había ningún lado a donde ir.
 
Simplemente sentarse
y respirar el olor de un mar lejano.
 
Esnifar el silencio
y sentirse dueño del tiempo
y de la vida.

Reírse del progreso,
del asfalto que entierra la magia.
De los sueños con corbata
y relojes en la muñeca.

De las calculadoras que restan
días mágicos a la vida.

Sentarse al pie de una calle mágica.

Emborracharse con el olor de los segundos.

Segundos que parecen no querer marcharse nunca.

Que ansían quedarse anclados para siempre
en esa calle de arena,
entre las paredes de esas casas
pobres y pequeñas
que cobijan almas grandes y ricas.

La felicidad inmensa de no ser nada,
de no ser nadie.

De ser tan solo aire y silencio.
 
De ser parte de un paisaje efímero y eterno.


El mundo parece haberse detenido,
haberse cansado de girar y girar.

Y ha elegido este  lugar
para quedarse quieto.

Una calle donde anclarse
y disfrutar,
sentado en una vieja silla,
de los segundos que parecen
no querer marcharse nunca…


Pablo García-Inés

1 comentario:

  1. Escribes con alma, que los segundos sean eternos,
    es seguir con el niño en el alma.
    saludos y sigue escribiendo.

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