lunes, 23 de julio de 2018

LA MALASAÑA DEL KALIMOTXO

Cuando éramos reyes
y creíamos que al mundo 
lo cambiaban los borrachos,
luchábamos por ser
cambiamundos cada viernes.

Un ritual tan sagrado como simple
tinto y coca cola por bandera,
brebaje mágico,
marmita a la que caernos prematuros
por lavar el pecado original de los abstemios.

Asociándonos en porcentaje a cada litro
elegantes a la manera nuestra,
botas de monte, sudaderas de Extremo,
patillas como hachas de vikingo
y un loro de los de cassette gritando:
-¡Cuidado!
¡Somos los mismos que cuando empezamos!-
y ni empezar había hecho la vida
y ya queríamos cambiarla en cada coma.

Éramos
niños perdidos creciendo a cada trago
ensanchando el alma por imitar su escote
buscándole a la luna en cada callejón y esquina
el ombligo que te muestra si le gritas:
-¡Siempre indios antes que abogados!

Éramos libres en nuestra jaula de hormonas,
hippies a puñetazo limpio,
absurdos hasta rozar lo cómico
cómicos hasta rozar lo absurdo.

Eramos reyes imberbes inmaduros imparables
coronados a lo grande cada segundo de mayo,
buscando entre farolas la mirada guillotina
tan afilada que nos perdiera la cabeza.

Vivíamos sin coraza, sin piel, sin máscara,
y así los golpes nos pegaban duro,
bien adentro,
allí donde las cosas duelen fuerte...
y bien fuerte se saborean.

Y después de tanta arena en relojes y zapatos,
fuimos cayendo,
poco a poco,
cada uno en su propia trinchera.

Ahora,
vestimos bien. Gritamos poco. Pagamos deudas.
Nos cubrimos con escudos, con muros, con fosos y castillos.
Nos volvemos de piedra.

Pero aun así a veces,
las noches sin frío,
nos llaman las calles a habitar sus pieles,
y aparecen la guitarra y el vino,
las almas de cicatrices familiares,
los amigos con espejos en los ojos
reflejando las nostalgias y la rabia
de recordar que un día,
caminamos con el corazón encima
gritando bien fuerte:
¿Alguien con alas
viene...
y me lo quita?