jueves, 21 de enero de 2016

Un Cadillac Solitario en Lavapiés

Siempre quise ir a L.A. al bar donde cantantes roncos y juguetes rotos alzan su copa al fracaso empolvado y brindan porque ya no brille el espejismo macabro que deja en la garganta la sed de flashes y de abrazos. Dejar un día esta ciudad de horizontes tapiados, cruzar el mar y los dedos y todas las líneas rojas que me lleven hasta el dulce sabor a ron y pecado que deja en el paladar tu compañía. Pero ya hace tiempo que me has dejado, y Madrid apesta a perfume barato y carísimos adioses y, seamos sinceros, probablemente a estas alturas después del vértigo me habrás olvidado. Y ahora estoy aquí sentado y “esto no es Hollywood, chaval” me gritan los borrachos cuando pido un final de esos felices o que al menos un “París” nos quede para siempre, cuando mates al Rufio imberbe que quiso hacerse adulto minutos antes del sablazo. No sé qué aventuras correré sin ti, pero todas duelen. Y ahora estoy aquí sentado en un viejo Cadillac segunda mano en mi mente tú, en el aire tú, en mi boca tú, a mi lado ella, Lavapiés mi ciudad. Y hace un momento que me ha dejado, ensartado a un adiós que sabe a “nunca”, la última rubia que vino a probar el morbo de habitar las ruinas que dejan a su paso temblores ajenos en el asiento de atrás. Y no fue el Martini pero fue el Brugal, rincones donde hundirnos en la ciudad sin mar, pozos sin fondo ni memoria donde apagar estrellas tan fugaces, tan huérfanas de océanos y escondites. Nena, sé que es absurdo pero, dime, ¿por qué no volviste a llamar? He vivido esperando la balada, ese “ring ring” robótico, por fin humano, por el que levantar mi copa y brindar por tu voz, ahora que aún tengo tiritas y céntimos en el bolsillo. Creí que podía olvidarte sin más quemar la página, lamer la herida, y aún a ratos, ya ves. Y al irse la rubia me he sentido extraño, vapor de pieles, hostias de silencio, colillas con carmín de aleatorios labios.  
Ya ves, me he quedado solo, fumando un cigarro, quizás he pensado, quizás he sentido, nostalgia de ti. Y aquí en el Mercado de San Fernando me he sorprendido mirando a tu barrio, fundiendo a pedradas farolas y estrellas, me han atrapado luces de ciudad. El amanecer me sorprenderá dormido, borracho en el Cadillac, junto a las palmeras luce solitario.. Y dice la gente que ahora eres formal Malboro light, tacones de oficina, noches con fecha de caducidad. Y yo que aquí sigo bailándote el agua en todos los tejados, más indio, por supuesto, que abogado. Aúlla Lavapiés jura que un día le habitaste a cosquillas cada calle, arrasaste sus cimientos con tus faldas le corriste las tejas a soplidos le llenaste de ron hasta la médula. Y yo aquí borracho en el Cadillac bajo las farolas Salitre sin tí luce solitario. Y el mismo Madrid ya no es lo mismo. y estoy yo, y no quiero estarlo, y está mi Cadillac frente a un bar cerrado y no estás tú.. nena! Pablo García-Inés @pablogarciaines Otoño 2015

lunes, 4 de enero de 2016

Lo que la selva sabe



Fernando Rivera Huanca es selva y selva es Fernando Rivera Huanca. Fueron los ríos la semilla de su origen y ceibas centenarias dieron sombra a sus primeros pasos.

Tierra de historias. De relatos. De memoria protegida en el anciano. Cuentan los nativos que los caminos amazónicos se cierran y se abren según la nobleza del corazón que los recorre. Que la selva guarda con salvaje celo sus secretos, privilegio exclusivo de quien merezca escuchar.

A Fernando Rivera los caminos del bosque se le abren, como se le abren las casas de las gentes que la selva viven y la selva mueren. Por eso Fernando sabe lo que pocos saben: hace poco, en lo más profundo de las profundas selvas que bañan el río Madre de Dios, habitaba un pueblo puro, ajeno a toda conquista y a todo contacto extraño. Un pueblo guerrero y sabio que construía su hogar en las copas de los árboles.

Un pueblo duro. Resistieron las espadas españolas, las enfermedades extranjeras, la esclavitud del caucho. Pasaron los siglos y aguantaron firmes, pero la invasión no se detuvo. El progreso y el cerco caminaron de la mano. La fiebre del oro y del petróleo devoró sus bosques, mató sus ríos, quebró sus fuerzas, y dijeron basta.

Por eso un día, mal día, fecha negra de la historia colectiva, decidieron despedirse para siempre. Estaban cansados. Y así, sin que el mundo supiera, tal vez mientras Manaos celebraba mundiales y Ginebra debatía sobre derechos humanos, se prepararon para la fiesta final.

Amaneció. Miraron por última vez al sol que les bañaba, colándose entre las copas de los árboles. Decoraron sus cuerpos con pinturas rituales de todos los colores, y comenzó el banquete. Uno a uno, sonriendo, sin miedo, bebieron del brebaje de raíces que acabaría con ellos pocas horas después. Festejaron hasta el alba, y de este modo, danzando y alegres, dejaron para siempre un mundo en el que ya no tenían lugar.

De este adiós, que nadie supo, Fernando sabe.
La selva sabe.


Pablo García-Inés
@pablogarciaines
Cuzco Invierno 2015