“El hombre que
quiere morir” le llamábamos en la columna. No sabíamos su nombre, jamás lo
había mencionado. Avanzaba siempre en la vanguardia, a paso ligero, sin
cubrirse siquiera. Se lanzaba a pecho descubierto sobre las tropas de Batista,
gritando furioso como un toro en estampida. Disparaba por disparar sin apuntar
ni controlar las municiones. Se arrojaba hacia las balas de cabeza, pero hasta
el plomo parecía temerle. La suerte del suicida, comentaban los guerrilleros.
Quería
llegar a la Habana mañana mismo, a lo más tardar. No importaban los kilómetros, ni los montes, ni el
frente enemigo. No dormía. En los tiempos de descanso se adelantaba machete en
mano abriendo sendero para ganar tiempo. Pocas palabras salían de su boca, pero las suficientes para increpar a quien
construía trincheras: -“¡Las madrigueras
para los conejos, acá solo estamos de paso!”- gritaba enfurecido. Todos le teníamos cariño,
aunque con nadie hablaba. Una especie de admiración y respeto nos hacía
seguirle en sus cabalgadas suicidas.
La
noche que cayó Santa Clara me habló por primera vez. Se sentía más cerca de
casa, y como todos, bebió para celebrarlo. Entre vino y vino me habló de ella.
Él, que tan duro y frío aparentaba, se deshacía y se derretía en cada adjetivo.
Me habló de sus ojos, sus cosquillas, sus caprichos, la describía y yo la veía
en sus ojos, imagen nítida, paseando por el malecón una tarde cualquiera,
partiendo el viento en dos mitades con su vestido de flores naranjas, con el
mar obedeciendo el oleaje de sus caderas, robando las miradas, deteniendo los
relojes. Él tuvo que elegir, y eligió la
lucha. Me habló del duro exilio, y de la carta. Aquella carta con las peores
noticias. La habían cogido. La acusaban de haberle ayudado en su huida, y fue
declarada subversiva. La imaginaba en las sucias cárceles del régimen y el alma
se le partía en mil pedazos. Ahora la revolución le importaba un carajo.
Luchaba por ella.
Mientras
todos dormían él desmontaba y limpiaba su arma. La columna se quedaría por dos
días en Santa Clara, descansando y abasteciéndose. El partiría en la mañana bien
temprano. No pensaba esperar un solo día más. Tomaría la Habana él solo si
hacía falta.
Fue
la última vez que le vi. No se despidió. Dicen que cayó a las puertas de la
ciudad, enfrentándose al batallón que protegía la entrada. Dicen que avanzaba
furioso, corriendo, disparando y que aguantó hasta la última bala. Otros dicen
que se abrió paso tiro a tiro hasta el corazón de la Habana, llegó a las
mazmorras del régimen y la sacó en volandas de aquella oscura prisión.
Yo
aún le siento cada tarde, cada vez que
el mar ruge contra el malecón me estremezco, y la imagino a ella, la veo dibujada
nítida en los ojos de él y recuerdo que “El hombre que quería morir” amaba más
la vida que cualquiera.
Pablo García-Inés
Guayaquil 2011