miércoles, 31 de julio de 2013

Volver al hogar


Allí en Guayaquil la vida transcurría a ritmo caribeño y nadie parecía tener demasiada prisa por llegar a ningún lado, excepto los conductores del bus. Aquella extraña costumbre de no detenerse para que subieran los viajeros me traía de cabeza en mis primeros días en la ciudad. He de confesar que me moría de miedo. Muchas veces dejaba pasar varias busetas, temeroso de no ser capaz de medir bien mi salto. Otras veces caminaba bastante hasta llegar a un semáforo cercano, con la intención de cazarlas mientras estaban paradas. 

La verdad es que tampoco era extremadamente difícil, pero la agilidad nunca fue mi mayor don. Bajar del autobús solía ser otra osadía, y a veces disimulaba agarrado a la puerta y pasaba de largo mi destino tan solo por apearme cuando el bus estuviese parado ya.

Tras varios días de intentos,tropezones, disimulos, vértigos y miedos, me fui acostumbrando a aquella manera de viajar y poco a poco le fui cogiendo el tranquillo. Miraba al autobús fijamente, como el torero al toro a punto de embestir. Medía las distancias, la velocidad (y yo creo que hasta el viento) y ¡plof! saltaba con todas mis fuerzas, me agarraba a la barra lateral, entraba y saludaba al chófer como si no lo acabase de pasar fatal. Poco a poco le fui cogiendo el gusto a aquello de saltar. Me sentía como un niño recorriendo de salto en salto la ciudad.

Años después regresé a Quito, donde los buses tenían hasta parada oficial. Esperaba tranquilo, consciente de que allí sí se detenían a recoger a los viajeros. El autobús se acercó deprisa, sin aparentar la menor intención de parar. El cobrador gritaba colgado del estribo: ¡dele! ¡dele! ¡vamos! ¡vamos! y me ofrecía su brazo para agarrarme a él.  Así que tuve que saltar, y  salté. Me agarré fuerte a su brazo y entré saludando al chófer como si nada, y caminé por el pasillo del autobús orgulloso, sintiéndome un quiteño más.

Y entonces un vendaval de sensaciones me invadió por completo, y me sentí un niño en aquellas calles, y me llenaron los olores, los colores, las músicas y el sol, y volví a percibir en ese instante que Ecuador, aquella tierra que me acogió como madre, volvía a convertirse en mi hogar.



martes, 23 de julio de 2013

La gran orquesta


*A Isaac Mallol, el pintor de la selva

En las noches amazónicas la oscuridad barre en apenas minutos el vivo mosaico multicolor del día, y es entonces cuando empieza el espectáculo musical. Miles de sonidos nacidos de las sombras se conjugan y entremezclan, creando melodías imposibles. Los cánticos brotan bajo la sigilosa batuta del crepúsculo, y así se conviertede golpe la selva en la mayor orquesta viva del planeta. 

Sorprende saber que todos, absolutamente todos los ruidos que de la noche nacen y en la noche habitan, son sexo y nada más que sexo. Ranas, grillos, insectos, monos, aves de todos lostipos y colores, y hasta el mismísimo jaguar, se dejan las gargantas en el impresionante cortejo amazónico. Cada canto es una llamada a la continuación de la vida, y es de tanto amor de donde nace la riqueza de este templo a la biodiversidad. 

Da qué pensar. En este mundo de supervivencia diaria, de predadores y peligros, de vencedores y vencidos, el más mínimo murmullo puede llevarles directos a las fauces de su peor enemigo. Pese a ello el ansia de compañía es más fuerte que el más fuerte de los  miedos, y aquí el silencio no existe, ni existe amenaza alguna que les consiga callar.

Cierro los ojos, escucho,y disfruto del regalo. Me estremezco pensando que todas y cada una de estas músicas son gritos de desesperanza lanzados al viento, donde cada alma le pide al cielo alguien con quien, esa noche, compartir su soledad.


Pablo García-Inés
Cuadernos amazónicos:
Yasuní, selva sagrada.